lunes, 12 de noviembre de 2018

El guardián del vergel

América del Norte. Naturaleza vasta y desabrida, magnética y extrema. Personajes violentos que sobreviven como pueden, o que directamente se saltan o hacen saltar las normas. Paisajes y temas comunes en Cormac McCarthy que ya estaban en su primera novela, El guardián del vergel, y que han ido desplegándose durante más de cincuenta años de carrera. Párrafos largos, profusión de imágenes y movimiento, de metáforas y símiles; pocos adjetivos, menos conectores, muchas conjunciones... Y, bajo todo eso, la sensación de estar leyendo a un autor que permanecerá más allá de las modas, que parece escribir como si no existieran los lectores. Para sí mismo, o quizá como tributo a todo aquello que le atrae, le atrapa y le subyuga.

No es fácil entrar en El guardián del vergel, un libro complejo donde presente y pasado a veces coexisten. Un presente de Entreguerras en que perviven arquetipos como John Wesley Rattner, un chico que ya no reconoce su realidad; Marion Sylder, un criminal habitual que ha matado al padre del chico, o el viejo Ather (tío de Rattner), que se maneja casi como un anacoreta y defiende su autonomía a fogonazos. Ellos son los tres protagonistas de una novela donde el escenario, una zona rural de Tennessee, limita y condiciona las acciones. Un ambiente y un modo de vivir que se ven amenazados por la burocracia de un Estado cada vez más eficaz: una aburrida bestia que espanta moscas con la cola y que terminará transmutando la esencia de los personajes en anuncios de Marlboro. O ni siquiera.


«El guardián del vergel» (1965), Cormac McCarthy. 
Edición: Debolsillo (Penguin Random House, año 2000).
Título original: The Orchard Keeper.