viernes, 15 de febrero de 2019

Los niños de humo

Este libro envuelto en humo cuenta la historia de Arturo, de Tamara, de Alicia; de varias generaciones que vivieron del carbón, sobre el carbón y entre el carbón; que veían bajar el río negro, merendando pan con aceite, o se escondían entre las sábanas cuando su padre, su hermano o su tío salían de noche hacia el pozu, sin saber si los oirían volver de nuevo a su casa. Porque a la mina iban todos, pero no todos volvían. No siempre.

Escrito por Aitana Castaño e ilustrado por Alfonso Zapico, Los niños de humo mezcla (o alterna) realidad y ficción a lo largo de treinta y siete relatos. Treinta y siete textos donde todo es auténtico, porque si lo narrado no se produjo, bien podría haberse producido. Y porque sintetizan la memoria de una región acostumbrada a pelear con la tierra y con sus «dueños», que es el eufemismo utilizado para referirse a sus usurpadores.

Pero en este libro también hay sitio para el humor, que no podía ser de otro color sino negro, y que va unido a la gente de las cuencas como una segunda piel, o como la línea tiznada en el ojo de un picador. Con un estilo directo, sin adornos ni florituras, pero cargado de imágenes y fuerza, Aitana Castaño te hace descender en jaula los 400 metros (más o menos) que debía bajar un minero. Y lo hace de la mano de Alfonso Zapico, que hermana sus dibujos a los de La balada del norte (cómic que pronto contará con su tercera parte). Aitana y Alfonso, dos niños de humo, están abriendo n'Asturies un nuevo camino literario.

Nos toca a los demás seguirlo y transitarlo.


«Los niños de humo», de Aitana Castaño y Alfonso Zapico.
Publicado por Pez de Plata Editorial.
Primera edición: noviembre de 2018.

lunes, 12 de noviembre de 2018

El guardián del vergel

América del Norte. Naturaleza vasta y desabrida, magnética y extrema. Personajes violentos que sobreviven como pueden, o que directamente se saltan o hacen saltar las normas. Paisajes y temas comunes en Cormac McCarthy que ya estaban en su primera novela, El guardián del vergel, y que han ido desplegándose durante más de cincuenta años de carrera. Párrafos largos, profusión de imágenes y movimiento, de metáforas y símiles; pocos adjetivos, menos conectores, muchas conjunciones... Y, bajo todo eso, la sensación de estar leyendo a un autor que permanecerá más allá de las modas, que parece escribir como si no existieran los lectores. Para sí mismo, o quizá como tributo a todo aquello que le atrae, le atrapa y le subyuga.

No es fácil entrar en El guardián del vergel, un libro complejo donde presente y pasado a veces coexisten. Un presente de Entreguerras en que perviven arquetipos como John Wesley Rattner, un chico que ya no reconoce su realidad; Marion Sylder, un criminal habitual que ha matado al padre del chico, o el viejo Ather (tío de Rattner), que se maneja casi como un anacoreta y defiende su autonomía a fogonazos. Ellos son los tres protagonistas de una novela donde el escenario, una zona rural de Tennessee, limita y condiciona las acciones. Un ambiente y un modo de vivir que se ven amenazados por la burocracia de un Estado cada vez más eficaz: una aburrida bestia que espanta moscas con la cola y que terminará transmutando la esencia de los personajes en anuncios de Marlboro. O ni siquiera.


«El guardián del vergel» (1965), Cormac McCarthy. 
Edición: Debolsillo (Penguin Random House, año 2000).
Título original: The Orchard Keeper.




miércoles, 19 de septiembre de 2018

2222

No siempre, en literatura, se cumple eso de «cuanto mejor, más». Aquí sí. P. L. Salvador va directo al núcleo de la historia en una novela corta, al nivel de la mejor ciencia ficción, narrada en primera persona por cuatro de sus personajes principales: Zalt (multimillonario [en crisis]); Kest (ginoide [de última generación]); Rut (doctora [de mirada limpia]), y Fánot (artista [cibernético]). Lo hace sin largas descripciones, apoyándose en patrones sobre los que el lector va trazando el carácter de un robot casi humano (la ginoide Kest) o la esencia de una finca autosuficiente en medio de un planeta (agotado, lleno, caótico).

Una Tierra del futuro donde se hacinan 20.000 millones de personas y en donde la finca, convertida en un experimento de ingeniería social, aparece como modelo a seguir más allá del año 2222 (si es que llega al 23). El multimillonario Zalt es quien acoge a un grupo complejo y liderado por un hombre hermético, conocido como el «Coronel», que acabará poniendo al clan ante preguntas que ninguno quiere formularse: «Imaginad un mundo mejor. ¿Qué añadiríais? ¿Qué quitaríais? Pensadlo bien».

Las respuestas, que ya han sido definidas por otros, colocan al grupo frente a un dilema ético en el que solo cabe la aceptación o la repulsa, una dicotomía que divide al resto del mundo entre organizadores, colaboradores e indignados (vengativos o no). En mitad del drama, destacan las ideas de la ginoide Kest —que se muestra, paradójicamente, más humana que los humanos— y el humor negro del autor, quien amolda el lenguaje a su estilo mediante frases concisas y paréntesis llenos de significado(s).


2222, PL Salvador.
Editorial Pez de Plata. Primera edición: octubre de 2017.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Nosotros, los Rivero

No se puede escribir sobre Nosotros, los Rivero (1952) sin hablar de la censura fascista, ni tampoco del vejatorio papel que se reservó a Dolores Medio para que viera publicada su obra. Prohibido el primer manuscrito, y cercenado luego en sus partes más significativas (tras una deprimente carta de la autora al censor), la novela había llegado hasta hoy mutilada, enjuagada y empaquetada, ocultando así la admiración casi erótica de la protagonista hacia su hermana mayor Heidi o los comentarios favorables de la pequeña sobre la II República.

Desde noviembre de 2017, sesenta y cinco años después de la primera edición, puede leerse el texto íntegro de la novela, o al menos una versión lo más fiel posible a la obra original, gracias al trabajo restaurador de la editorial Libros de la letra azul. La nueva edición, que redescubre una de las mejores obras que ha dado Oviedo, cuenta con treinta ilustraciones de la avilesina Rebeca Menéndez, imágenes que enriquecen el conjunto y le aportan una personalidad todavía más marcada.

La novela, que narra la historia de una familia arruinada por los banqueros —primero— y por un incendio —después—, se centra en el personaje de Lena Rivero, la más joven de cuatro hermanos, que crece sobrellevando la muerte de su padre y esquivando la naturaleza opresiva de su madre. De la mano de Lena, el lector recorre el Oviedo de los años 20, se detiene en sus soportales, pasea por sus calles húmedas y contempla la borrosa torre de la catedral, siempre entre nieblas, para terminar alcanzando la plaza de la Escandalera, llena de gente que celebra la llegada de la República, se va desencantando con el tiempo y acaba estallando en la Revolución de 1934.

Una novela total, situada más cerca del Naturalismo que del Realismo, de la que, siendo injustos, lo peor que se puede decir es que haya estado incompleta hasta hace tan poco.

'Nosotros, los Rivero', de Dolores Medio.
Reeditada en noviembre por Libros de la letra azul.

viernes, 27 de julio de 2018

Entrevista con Ricardo Menéndez Salmón*

Ricardo Menéndez Salmón: «Para sobrevivir al mundo, muchas veces tenemos que vivir como si no fuéramos conscientes de lo frágiles que somos»

   Pablo Fraile Dorado, Gijón, 30 de abril de 2018.

   Quedamos en Cimadevilla, frente a la estatua de Pelayo, pero cuando ya enfilo la cruz, Ricardo me reconoce y cruza la calle mientras un coche se le acerca a cincuenta kilómetros por hora. El autor de Medusa se mueve con energía y llega al otro lado sin haber calibrado el peligro. Me saluda con afecto, como si me conociera desde siempre (solo hemos coincidido una vez), y me lleva por el paseo del puerto hasta el Café Trisquel. Ricardo viste de forma sencilla, gesticula y se expresa sin el más mínimo poso de arrogancia. Por el camino, hablamos de otros autores asturianos, del estado de la cultura en nuestra región, de pasados (y futuros) que han quedado suspendidos en el tiempo. Ya en el Trisquel, la música de los 70 nos permitirá hablar de su último libro, Homo Lubitz (Seix Barral, enero de 2018), una novela de ideas donde el protagonista, un americano de origen irlandés, viaja por distintas partes del mundo –obsesionado con una vieja fotografía– después de firmar un extraño acuerdo en China. Durante la entrevista, también charlaremos de cine, filosofía, referentes.

   Ricardo toma café solo. Yo solo puedo tomar té, té verde.

   Enciendo la grabadora para no perder detalle.

Pregunta: Te quería preguntar primero sobre qué entiendes por Occidente. ¿A qué países «meterías en ese saco», ahora mismo? Es un poco para enmarcar todo aquello de lo que vamos a tratar luego.

Respuesta: Yo llamaría «Occidente» a mi formación, simplemente. A los lugares de los que procedo como sujeto pensante, casi si me obligas a decirlo así. Es decir, las fuentes que me han nutrido: literarias, estéticas, políticas… No asocio Occidente, necesariamente, con un marco geográfico, sino más bien con un conjunto de ideas. Lo que pasa es que, obviamente, todo ese conglomerado acaba coincidiendo con el marco geográfico que históricamente hemos llamado «Occidente».

P.: Quizás antes era mucho más fácil delimitar los bloques…

R.: Sí, pero incluso ese bloque, digamos, «no occidental», ha jugado un papel muy importante en mi educación. Tú piensa que yo nazco en el 71 y que, claro, llego a la caída del Muro y la disolución de la Unión Soviética con un cierto bagaje; tengo 20 años. Y creo que esa educación, haber crecido con esta idea de los dos bloques ye algo que me ha impregnado. También lo que quedaba a ese otro lado del muro, más allá de lo occidental. Lo que te quiero decir es que muchas de las ideas que estaban en ese supuesto otro lado, a mí me han formado como individuo, y no las considero como ideas orientales. Para mí Occidente es el antiguo mapa que yo estudiaba de chaval, la idea de dos bloques, que eran más bloques ideológicos que geográficos, y que para mí forman parte de la misma cultura.

P.: Te preguntaba sobre esto para hacerlo, a continuación, sobre Richard O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz… ¿Qué tiene China de inescrutable para un occidental como él, como O’Hara?

R.: En todas las claves del espectro hay cosas inescrutables. Desde la más sencilla, como puede ser la proximidad física –el contacto, las fórmulas de cortesía–, a cuestiones que tienen que ver con ideas muy profundas a la hora de articular una sociedad, como puede ser la estética, o la política, o la religión, o la familia. Y sentí en todos los planos esa falta de adherencia, esa idea de que no puedes aplicar tu categorización como una plantilla sobre la realidad china, porque la plantilla no…

P: No encaja.

R.: No encaja.

P.: Me acuerdo ahora del abrazo de O’Hara a Zhao, que es su traductor en China, como ejemplo de esa diferencia en cuanto a la proximidad.

R.: Sí, y es que eso lo viví. Recuerdo que incluso habiendo ido a China ya prevenido, por parte de amigos chinos que me decían: «Cuando llegues allí, hay ciertas cosas que no debes hacer, como aproximarte físicamente». Claro, muchas veces, uno hace cosas espontáneamente, sin darse cuenta de que detrás de esa espontaneidad hay un constructo cultural. Me di cuenta de que allí adopté actitudes físicas, de cortesía –desde mi punto de vista–, que eran incómodas para la otra persona.

P.: Y ¿cómo nació Homo Lubitz? ¿También de una especie de epifanía, parecida a la que tiene el protagonista, o ya es producto de estar allí en China y de que ese entorno, digamos, «te aplaste»?

R.: Es cierto que en mi caso hay novelas que han surgido de imágenes, del impacto de una imagen, o incluso de una especie de imagen que me acompaña durante un tiempo y de la cual no puedo desprenderme si no es a través de la escritura. Pero yo creo que Homo Lubitz es una novela de poso. Es una novela de muchas sensaciones que se van acumulando y, sumadas al impacto del hecho Lubitz, del hecho objetivo del accidente de avión, todo ello se va reconstruyendo y se va reformulando. No es que haya una espoleta que ponga en marcha todo.

P.: No hay un desencadenante.

R.: No, yo creo que es más una... Quizá la idea de viaje se preste a ello; cuando vas y vuelves de un viaje, no es tanto un hecho puntual el que te influye, sino una especie de sedimentación de muchas impresiones las que te van generando un discurso sobre ese viaje que has hecho.

P.: En O’Hara influye mucho el incidente de Andreas Lubitz. O’Hara lo considera signo de que no hay un sentido en la vida, y a la vez lo ve con fascinación. ¿Qué dice de nosotros esa fascinación?

R.: No creo que esa fascinación la sintamos solo por los accidentes, sino por cualquier manifestación que de algún modo trunque el hilo de lo esperable, ¿no? Yo en casi todas las novelas he reflexionado sobre los elementos que quiebran esa normalidad. La fascinación por los accidentes se pudo encarnar, en mis otras novelas, en la fascinación por la violencia, en la fascinación por el terror, en la fascinación por la crueldad. El límite es un tema que yo siempre he tratado en mis libros, ese doble movimiento de atracción y repulsión que sentimos, por ejemplo, hacia la maldad. La maldad como encarnación histórica, no la maldad en abstracto. Y puede ir de algo tan «banal» como una película de miedo a los grandes momentos oscuros de la Historia Universal. Es como si este tipo de manifestaciones, de algún modo, nos sacaran de una apatía natural; o de un estado, no de apatía, pero sí de cierta indiferencia, y creo que es necesario mantener este estado para ser operativo en la vida diaria. A veces tengo la sensación de que los hechos especialmente dramáticos, los hechos especialmente crueles o violentos, lo que hacen realmente es sacudirnos. Y sobre todo nos ponen sobre la pista de esta fragilidad que nos define, y que realmente vivimos como si no existiera. Yo creo que para sobrevivir al mundo, muchas veces tenemos que vivir como si no fuéramos conscientes de lo frágiles que somos. El accidente, en el caso de la novela, lo que saca a la luz, lo que revela, es esta enorme fragilidad, la tenuidad del hilo que nos mantiene vinculados a los demás. Y cuando hablo de accidentes, no hay que pensar necesariamente en hechos como el de Lubitz. Piensa en una catástrofe íntima como el final de un amor, la pérdida del amor, la pérdida de un referente emocional.

P.: Sí, una catástrofe tremenda [río].

R.: Efectivamente, ¿no? [Ríe]. Y esas catástrofes, realmente, de lo que nos hablan siempre es de cómo nuestras estructuras, que creemos firmes y estables, están siempre a un punto de venirse abajo. En el caso del accidente, era un poco llevar al extremo la reflexión sobre todos aquellos sucesos que, desde lo más pequeño hasta lo más grande, pueden poner en riesgo tu realidad.

[A partir de aquí, se puede leer la parte inédita de la entrevista:]

P.: Al hilo del accidente de avión y de estar, a lo mejor, en ese preciso momento en que ocurre, en ese preciso vuelo. No haber cogido el anterior por lo que fuera, o haber perdido el avión estrellado y estar tú en tu casa maldiciendo. Es increíble la cantidad de caminos que puede abrir un accidente. Por un lado, te mueres, se acaba el camino. Por el otro, vives y se siguen ramificando tu vida y tus acciones, influyendo en las vidas de todos los demás... Eso también está presente en la novela…

R.: Por supuesto, además eso implica una reflexión sobre el azar, sobre la causalidad y la casualidad, sobre cómo hay una serie de factores en nuestro entorno que realmente no controlamos. Hay muchísimas variables en una vida, y la mayoría de esas variables nos son desconocidas. A mí, desde crío, siempre me golpeó realmente esa idea de que la casualidad pura y dura, el azar de una moneda, la bala perdida, la piedra que rueda por una ladera… Parece una burla, parece una burla demasiado grande pensar qué cantidad de circunstancias pueden acabar determinando la vida de una persona, y que realmente son circunstancias en las cuales uno no tiene ningún control. Sobre todo porque muchas veces le pasan «ignoradas». Es decir, solo reparamos en esas circunstancias cuando tienen una consecuencia visible. Pero cuando no la tienen no pensamos que también hemos estado sujetos a un azar, no sé si me explico.

P.: No, sí. Te explicas perfectamente, y más teniendo en cuenta mi pregunta, en la que me había ido por ahí, por las ramas… Bueno, también te quería preguntar por otra cuestión. En gran parte de Occidente, la religiosidad se ha perdido. Me acuerdo por ejemplo de Nietszche y su famoso «Dios ha muerto», que muchas veces ha sido malinterpretado e incluso ridiculizado. Pero en realidad sí hemos llegado a un punto en que, para muchos de nosotros, Dios ha muerto. ¿A qué nos podemos asir?, ¿a qué nos podemos agarrar en la vida cuando todo ese mundo de las ideas, en el que conceptos como el «bien» y el «mal» estaban claramente definidos, ya no existe para mucha gente?

R.: Es una pregunta… Yo creo que es la pregunta de preguntas, desde hace seguramente 150 años. Desde que la filosofía –la filosofía y la ciencia-- de alguna manera entierran cualquier idea de Providencia, cualquier idea de trascendencia. Yo creo que, de hecho, lo que vivimos, desde la Edad Moderna, es un proceso de constante «desmitologización»; primero con la propia religión: los cielos se vaciaron; e incluso con la propia ciencia, que, cada vez que avanza, hace más pequeño lo que de misterioso puede tener lo que hay ahí afuera. El propio arte, con la crisis de las artes a principios del siglo XX, la puesta en solfa de las grandes palabras –la Belleza, la Verdad...– también, de alguna manera, ha invitado a un proceso de desmitologización; en este caso, de la experiencia estética. Es muy difícil, realmente, encontrar sustitutos a esos grandes relatos, porque son lo que son: la religión es un gran relato, la ciencia es otro gran relato –o el misterio del mundo, si quieres–. A mí, un tema que me interesa mucho es también el concepto de «Amor», que ha sido otro de los grandes pivotes sobre la que se articulaba un modelo social e incluso un modelo de progreso. También es un concepto que, en las últimas décadas, está constantemente puesto en entredicho. La idea del amor romántico está en crisis desde hace muchísimo tiempo. Mil cosas han ayudado a que esa esfera de otro posible relato en el cual encontrar asidero también se venga abajo. El amor es hoy una cuestión puramente práctica, casi siempre. Una cuestión de… En fin, no vamos a entrar en... ¿Qué asideros quedan? Bueno, yo creo que cada uno debe encontrar los suyos, o puede buscar los suyos. Yo sigo encontrando un asidero en la práctica de la literatura; la literatura, precisamente, como el mecanismo que me permite reflexionar sobre estas ausencias. O sobre estos corrimientos, sobre estos procesos de cambio que afectan a las grandes palabras, a las grandes ideas que nos trajeron hasta aquí y que obligan, de alguna manera, a que sean reformuladas. Yo siempre he defendido la idea de que la literatura puede aspirar a ser una forma de conocimiento que, al menos, ilumine lo que sucede ahí fuera, más allá de ficciones banales, más allá de ficciones...

P.: Hablas de la práctica de la literatura… ¿También incluyes la propia lectura y la reflexión posterior?

R.: Sí, soy incapaz de disociarlas. De hecho, por ejemplo cuando hablo con gente que está empezando a escribir –a mí la palabra «consejo» no me gusta–…; la primera idea que me viene a la cabeza cuando hablo con estas personas que quieren utilizar la herramienta del lenguaje, para dar cuenta de sí mismas o de lo que les rodea, es hablar con ellos de literatura. De los libros que han leído. O sea, de saber de dónde vienen, de saber lo que son a través de la lectura. Realmente, la lectura es una escuela de humildad; por un lado, te sitúa en lo que puedes ser como escritor, pero al mismo tiempo es una escuela de ambición: te enseña cuáles pueden ser tus aspiraciones legítimas. Y creo que construir esa genealogía, construir esa trayectoria, intentar evidenciar los lugares de los que uno procede como lector es fundamental a la hora de posicionarse como escritor. Me parece que además la literatura es un gran sistema de vasos comunicantes; los libros dialogan entre sí. Pero no todos los libros dialogan entre sí, no todos los autores dialogan contigo del mismo modo, no todas las lecturas resuenan en ti de la misma manera. Uno, del mismo modo que procede de una familia biológica, también procede de una familia cultural. Se construye sobre unos cimientos que incluso en muchas ocasiones colisionan. Yo pienso que la literatura, sobre todo a partir de cierta edad, te abre puertas pero también te cierra otras. Cuando uno recorre ciertas sendas literarias, no puede volver atrás.

P.: Quizás al principio te centras en los clásicos, pero llegas a cierto punto en que dices…

R.: Sí, encuentras tus interlocutores. Y luego esto es muy hermoso y muy sorprendente: ver cómo de pronto uno descubre que un escritor que ha vivido hace trescientos años, en una cultura ajena a la suya, está hablándote con más intensidad que un contemporáneo. Al trabajar con invariantes, con cosas que no cambian, que nos comprometen a todos, uno puede descubrir que sus hermanos de leche vivieron hace doscientos años. O no, o están trabajando aquí y ahora, cerca de tu casa. Pero sí creo que la literatura, cuando uno lee con constancia y con rigor, también cierra caminos. Hay escritores a los que uno no puede volver después de caminar ciertas sendas.

P.: Se me ocurren autores que también recorren las páginas del libro, como Don DeLillo, como Ballard, como Burroughs… Supongo que estos escritores también forman parte de tu camino, ¿no?

R.: Sí, forman parte de mi «carro», diría, por razones muy distintas. En concreto estos tres, que también son los tres que adaptó Cronenberg, me parecen tres autores sin los cuales no se puede entender muy bien de lo que hablamos cuando hablamos del sujeto contemporáneo. Burroughs, más allá del personaje, que es un escritor donde el personaje ocupa mucho espacio…

P.: Guillermo Tell...

R.: Sí, más allá de eso, yo creo no debemos olvidar que él ha mirado, o miró en sitios muy incómodos del momento que le tocó vivir, de la cultura norteamericana, una cultura que, además, no olvidemos, sobre todo la suya, creo que es la que más ha impregnado la época… Los procesos de aculturación que generó la Estados Unidos de los sesenta y de los setenta creo que han sido muchísimo más intensos que los actuales, aunque podamos pensar lo contrario. De hecho, los que tenemos ahora no se sostendrían si no hubieran existido aquellos. En el caso de Ballard, a mí me fascinó otra cosa: su capacidad para hacer definitivamente adulta la literatura de anticipación. Y su preocupación por una serie de aspectos, sobre todo los que tienen que ver con la tecnología y el cuerpo, que me parecen centrales. A mí, particularmente la lectura de Crash [1973] me sacudió como pocas en mi vida. Y luego me parece que era una inteligencia activa. Cuando uno lee a Ballard, merece la pena leerlo todo, desde sus novelas japonesas, en las que escribió sobre su experiencia en Japón y en China, a sus novelas de anticipación, a sus novelas aparentemente costumbristas, a su biografía, a las entrevistas que daba… Era un hombre tocado con el don de la inteligencia. Y DeLillo me parece el mejor lector, el lector más sagaz de lo que está pasando en el mundo contemporáneo. Yo creo que es muy difícil comprender ciertas líneas de fuerza de los últimos treinta años sin acudir a la literatura de DeLillo. Su estudio de la publicidad, su estudio de la televisión, su estudio de la violencia gratuita, su interés por el complejo ciencia-tecnología… Además, siempre, como un paso por delante de la realidad. Lo interesante, cuando uno lee a DeLillo, es ver los años en que los libros están escritos; porque uno tiene la sensación de que son libros contemporáneos y el tipo está escribiendo diez o quince años antes de que las cosas sucedieran. Y aparte me parece un prosista… Hay algo en el estilo DeLillo que a mí me fascina.

P.: Volviendo a Ballard, yo justo leí el libro después de ver la película de Cronenberg…

R.: Viste Crash [David Cronenberg, 1996] antes de…

P.: Sí, vi Crash antes de leer Crash, y me fascinó porque no había nada… O sea, yo no había visto nada igual. ¿En qué momento un autor maquina esa relación sadomasoquista con la máquina? Me parece que es algo que no se había hecho, o al menos no de esa forma.

R.: No, así es. Y es que Crash es una novela de los años setenta. La primera edición, si no me equivoco, es de 1972 ó 73. Tiene casi medio siglo. Y Ballard está mirando en lugares… Y además, una cosa de Ballard que a mí me fascina es que nunca tuvo la tentación de trasladar sus ficciones a planetas remotos. Con él, las cosas suceden siempre aquí. No sé si has visto Rascacielos [High-Rise, 20015], ahora, de las últimas películas que ha hecho Ben Wheatley [basada en la novela homónima de J. G. Ballard, 1975]. Son ficciones que tienen los dos pies en la realidad, lo que pasa que él [Ballard] la deforma un poco para convertir esta realidad en una especie de mundo absolutamente paranoico, en ocasiones, pero que funciona.

P.: Es casi un espejo de feria, en ese sentido.

R.: Efectivamente, es deformar un poco la realidad con la lente del escritor, pero al final para volver a esa realidad.

P.: Y retomando a DeLillo… Según empezaba a leer Homo Lubitz, me venía a la cabeza Cosmópolis [2003], que también adaptó Cronenberg [en 2012]. Ese mundo ajeno, que está hecho de bits y de números, y de acciones en Wall Street, llevándolo a China es totalmente extrapolable, porque China actualmente se mueve por el dinero, por lo menos en las grandes esferas...

R.: Sí, yo creo que en Homo Lubitz hay un clima, una atmósfera constante en la que se insinúa que las cosas suceden siempre entre bastidores. Las cosas realmente importantes que hoy articulan las relaciones económicas en el mundo, las relaciones de poder, en definitiva, no son visibles y no son tangibles. De hecho, no se si te acuerdas, en Cosmópolis, de Cronenberg, había esa escena gloriosa en la que el protagonista se sometía todos los días a una rectoscopia, creo que se llama.

P.: Sí, sí, a un tracto rectal.

R.: En aquel momento, con su doctora, él reflexionaba sobre los movimientos de la Bolsa, que el mundo cambia a través de una serie de circunstancias que no son tangibles. Que, si lo piensas, reproduce lo que los científicos nos cuentan de ciertos aspectos de cómo funciona el mundo natural.

P.: Sí, el protagonista estaba obsesionado con la simetría, y su próstata era asimétrica. Y no podía con ello…

R.: [Ríe]. Sí, es que es interesante esta idea de que estamos realmente determinados, sometidos por mundos que no vemos, por circunstancias que nos son completamente invisibles.

P.: Recuperando otra vez a Cronenberg… Tú lo has «ficcionado» en Homo Lubitz, y en un futuro bastante cercano: 2026. También destacas de él en esa ficción su capacidad para arriesgar: Cronenberg no se ha quedado en la anomalía física de sus primeras películas, que le encantaban a mucha gente, sino que ha ido variando y ahora estudia las anomalías del carácter. Tus primeras obras también eran distintas, más cortas en extensión; ahora, le das mayor longitud a tus textos…

R.: Yo creo que ha sido circunstancial en estas dos últimas novelas. Es decir, no tiene por qué ser así en el futuro. No lo sé, no sé cómo serán los próximos libros que escriba. Sí es cierto que, en El sistema [Seix Barral, 2016], desde el momento en que urdí la novela sabía que iba a ser de muy largo aliento. También porque era un mundo lo que allí se plasmaba, no era una circunstancia puntual, no era una historia con fecha, digamos, de caducidad. Era, realmente, ya desde el propio título, la voluntad o el anhelo de reflexionar sobre una idea sistémica del mundo. En Homo Lubitz, también la novela tiene una distancia que para mí es generosa, viniendo de novelas de 150 páginas, que eran normalmente las que yo construía; pero insisto en que no tiene por qué darse en el futuro que vuelva a trabajar con novelas de 250-300 páginas. Con esto, lo que quiero decirte es que cada historia demanda una distancia. No es que el autor diga: «Bueno, ahora voy a escribir una novela de 300 páginas porque me apetece»…

P.: Te pide esa distancia.

R.: Cada historia la demanda. Igual que demanda un punto de vista o demanda una voz narrativa, demanda también una distancia, un aliento.

P.: Sí, yo quería tirar más hacia eso de que, bueno, estás asumiendo riesgos. Aunque la historia te demande esa distancia, sí que es verdad que tú ya dominas un relato más corto y te estás metiendo en otros…

R.: Sí, pero, a veces, Pablo, yo no sé si los riesgos… Es decir, no creo que los riesgos tengan que ver necesariamente con el tamaño. A veces es mucho más difícil sobrevivir a una novela de 80 páginas, que de hecho es una distancia que yo considero difícil, eso que se viene a llamar nouvelle, el cuento extendido, un poco como El corazón de las tinieblas [Conrad, 1902], como La muerte de Iván Ilich [Tolstói, 1886]…: esa distancia entre 80-120 páginas. Realmente es complejo, porque una novela canónica, de entre 200 y 300 páginas, te permite caídas de tensión. Permite, de algún modo, «llanuras». Pero cuando trabajas con textos tan cortos y a la vez lo suficientemente largos como para ir más allá del relato…

P.: Sí, pero yo le tengo… Perdona que te interrumpa, pero le tengo miedo a esas «llanuras», en las que tú también, como autor, te puedes tomar un poco más de respiro. Les tengo miedo porque a la vez, también, puedes llegar a perder al lector.

R.:
Sí, pero en la novela de 300 páginas, digamos, es muy difícil mantener siempre la tensión narrativa. De alguna manera, una novela breve te puede permitir un estado casi climático, constantemente. Una narración alargada en el espacio, alargada en el tiempo y alargada en las páginas es muy difícil de sostener. E incluso puedes llegar a agotar al lector. Es decir, mantener a un lector siempre en el clímax es realmente agotador.

P.: Sí… Por otra parte, leyéndote, me da la impresión de que tienes un estilo «líquido». Llevas al lector de una oración a otra de forma fluida. ¿Hasta qué punto perfilas los textos?, ¿hasta qué punto los pules? ¿Cuánto trabajo hay detrás del proceso mismo de escritura?

R.: La escritura, para mí, es algo muy espontáneo. Digamos que el primer chorro es muy líquido, en ese sentido. No tiene adherencias, es muy fluido. A mí me gusta dejarme llevar por la «música»; no soy de los que se atasca en una frase. Pero una vez sacado fuera el fluido, hay un proceso de corrección intenso. Me gusta volver sobre los textos. Aunque, dicho de otro modo, si estoy trabajando con un párrafo de 200 palabras, las 200 palabras salen de una vez. Luego a lo mejor se convierten en 250 ó en 150, pero no trabajo de periodo en periodo, de frase en frase. No, hay una cierta ligereza en la primera redacción. Luego, ya hay un proceso detrás. Yo creo que con los años he aprendido (esa idea clásica, por otro lado) que escribir es podar. Podemos utilizar la imagen que decía Mann, hablando de Miguel Ángel, de que la literatura es como cuando Miguel Ángel sacó del mármol a los esclavos. De alguna manera, lo que hace el escritor, con la materia bruta, la materia grosera que hay ahí fuera, es sacar al esclavo, ponerlo en palabras. Y realmente yo creo que ese proceso es el decisivo a la hora de la escritura, y es donde te la juegas de verdad; porque también hay que vencer tentaciones. Por ejemplo, soy consciente de que he escrito páginas en muchos de mis libros, sobre todo de los primeros que, desde el punto de vista de la economía narrativa aportaban poco o en ocasiones nada. Pero a veces me dejaba llevar por la belleza del texto o… Yo creo que eso es un pecado de juventud. Al fin y al cabo, la narrativa es un arte de experiencia, que uno va acumulando. Uno va aprendiendo que a veces tiene que tirar aquello que, desde el punto de vista de la escritura, es lo más hermoso pero no es lo mejor. Es un proceso, para mí, ahora, bastante gozoso. Yo disfruto mucho podando el texto.

P.: Yo no, yo no…

R.: [Ríe].

P.: También me gustaría que me hablases un poco de cómo utilizas las metáforas y los símiles, que me parecen bastante llamativos en tu estilo. Y también de cómo juegas con la luz y el movimiento a la hora de narrar.

R.: Para mí la metáfora es el corazón de la escritura, para mí es la figura por antonomasia. Yo creo que el lenguaje es siempre un fracaso. El lenguaje aspira a atrapar algo que no se puede atrapar. Entonces, por necesidad, uno tiene que acudir a la metáfora, uno tiene que acudir a algo que le permita o que le invite a pensar que va a ser capaz de...; tiene que decir las cosas de otra manera, tiene que buscar equivalencias, tiene que buscar similitudes, tiene que buscar redes emocionales, redes intelectuales que le permitan decir de otro modo lo que está sucediendo. Para mí es la figura por antonomasia, aunque también sé que hay que tener cuidado con ella, porque al final puedes terminar construyendo una literatura que solo se funde sobre el «como si», o sobre el «igual que», o sobre el «parecido a», y eso también puede generar en el lector una especie de colapso, casi.

P.: De agotamiento, ¿no?

R.: De agotamiento, porque en una literatura tan deudora de la imagen, como creo que es mi caso, hay que tener cuidado... Y no hablo de la imagen cinematográfica, sino de la imagen como concepto, de la imagen como medio expresivo. ¿Y de lo otro, me decías «la luz», «el movimiento»?

P.: Sí, el trato de la luz y del movimiento: cómo iluminas un pasaje, o cómo haces que los personajes se muevan por el espacio.

R.: Esto es muy interesante, la coreografía. Me interesa y, sobre todo, yo creo que en Homo Lubitz está muy trabajado. Porque es una novela donde lo espacios son muy importantes. Si te das cuenta, es una novela de espacios cerrados. Es una novela de habitaciones de hotel, es una novela de habitaciones particulares, es una novela conversacional, donde es importante el lenguaje gestual, la mímica... En este libro he trabajado especialmente este asunto de la coreografía, de la gestualidad; quizás también porque tuve la sensación de que precisamente en China eso era importante y era distinto. Por ejemplo es muy curioso advertir cómo muchas veces en Oriente, en el mundo oriental, los valores de luminosidad y oscuridad están invertidos. No sé si conoces un libro fascinante que se llama El elogio de la sombra [1933], de Junichiro Tanizaki…

P.: No…

R.: Tanizaki intentaba explicar cómo, en Japón, lo que la propia cultura japonesa privilegia es todo lo que la cultura occidental esconde, mientras que la exaltación, la luz, el color, a un japonés le repele. Es un libro muy hermoso donde se cuenta eso. Por ejemplo explica los colores invertidos de la felicidad y el luto… El luto, en Japón, es blanco. Y el duelo, desde nuestro punto de vista, es una cosa que exige…

P: Oscuridad, o negrura...

R.: También los conceptos de quietud y movimiento. El concepto de vacío, por ejemplo, que es central en la cultura oriental. Hay una reflexión en la novela que me impresionó cuando la leí en Lao Tse: la idea del vacío que hay dentro de un vaso. Lo importante en un vaso no es lo que vemos, sino lo que faculta, lo que no se ve. El vaso es vaso porque integra un vacío, que permite que dentro de él haya algo. Esto, una vez dicho, es una obviedad; pero, para nuestra categorización del mundo, nosotros lo que vemos es el vaso; mientras que a lo mejor el oriental lo que ve es el vacío. De hecho, muchas veces, nuestra incapacidad para comprender las filosofías orientales procede de que de algún modo hay una inversión de los conceptos.

P.: Pensamos de manera…

R.: Pensamos con lógicas en cierta manera distintas. De hecho, la tesis de Lévi-Strauss de que el estructuralismo es universal quizás no funciona con todas las culturas.

P.: Al hilo de esto, conceptos como «madre», «hijo», «poder» o «riqueza», que pueden ser conocidos en cualquier parte del mundo... Los conceptos en sí cambian, tienen sentidos distintos…

R.: Sí, tienen sentidos distintos. Es curioso que, efectivamente, apelando de manera aparente a una misma entidad, no es así. Estamos hablando de cosas distintas.

P.: Hay una frase, también en el libro, sobre el personaje de Zhao... O’Hara no sabe si Zhao es un bárbaro o un decadente, futuro o pasado. Y «futuro» se relaciona con «bárbaro» y «decadente» con «pasado». No es al azar, ¿no? Es algo totalmente buscado…

R.: Sí, es buscado, sí. Yo recuerdo que hablé de esto en Ciaño [en una charla sobre la novela celebrada en La Buelga, el pasado 13 de abril]: esa idea de que la flecha del progreso a mí no me convence hacia dónde apunta, hacia dónde caminamos; no es que lo vea necesariamente como un lugar de privilegio. Fue muy interesante ver las ideas del bárbaro y del decadente en China, porque, cuando uno está allí, no sabe muy bien si está hablando con personas o tratando con personas que ya han estado (y esto también se sugiere en la novela) al final del mundo y han vuelto. De la cultura china, una cosa que te apabulla realmente es su longevidad, es decir…

P.: Milenios.

R.: Claro, esa categoría del tiempo también te obliga a reconsiderar tu lugar en el mundo. Cuando tú viajas a China, desde tu etnocentrismo, te das cuenta de que eres un advenedizo para ellos. Entonces, cuando a lo mejor desde nuestra óptica occidental consideramos el mundo chino un mundo «bárbaro», o un mundo «primitivo», quizás estamos incurriendo en el mayor de los dislates.

P.: Sí…

R.: Una cosa que me llamó mucho la atención en China fue la falta de interés que los chinos mostraban hacia mí. Cuando digo «hacía mí» me refiero al lugar del que venía. Es como si para ellos, realmente... Bueno, se dice en la novela, cuando los franceses van a visitar el museo en Pekín y el amigo de Zhao le dice: «Aquellos tipos que venían de las grandes universidades francesas llegaban allí y decían: “Estos tipos han tenido un esplendor, vienen de lugares que nosotros ni siquiera habíamos soñado”».

P.: Sí, desde luego. [Miro mis notas]. Bueno, cambiando totalmente de tercio... ¿Cuándo decidiste, siendo filósofo, que querías narrar en vez de dedicarte, no sé…, a escribir ensayos?

R.: No, desde siempre. Nunca he tenido esa tentación. Nunca me he considerado un profesional de la filosofía, desde el punto de vista de la escritura. A mí la filosofía me interesa como humus, como laboratorio de ideas, como lugar desde el que se ha especulado y reflexionado sobre el mundo. Pero nunca me he sentido dotado para escribir al modo de un filósofo. No, no; nunca he sentido esa tentación.

P.: ¿Te ves como una especie de forense del carácter humano?

R.: Algo hay de eso, sí. Como un patólogo. Me gusta la idea del escritor como un patólogo en el sentido de que los patólogos todavía estudian organismos vivos, frente a un forense que ya trabaja sobre cadáveres. Es una buena imagen para la literatura. El escritor yo creo que ha aspirado siempre a diagnosticar los males que nos atañen, no con el ánimo de dar una solución o una cura para ello. Esa no es su función.

P.: Ya, porque si nos ponemos a dar soluciones…

R.: No, para eso ya debería haber otro tipo de personas que se encargasen de ello. Pero bueno, diagnosticar los problemas, creo que ya es bastante. 

P.: También hablas en la novela, a través del narrador, sobre el arte y hasta qué punto puede llegar a ser, a veces, una industria del vacío, un espejo que no refleja nada.

R.:
En el arte contemporáneo, tengo esa sensación bastante a menudo. Desde el momento en que el propio arte se convierte en objeto de reflexión casi permanente de la experiencia estética, creo que algo malo está sucediendo. Es decir, tantos guiños a la propia actividad estética, tanta ironía, tanto elogio de la fatuidad, de la banalidad, parece que en el fondo están hablando de que las artes han llegado a un final del camino. Y en ese final del camino hay una especie de espejo que lo único que refleja es al propio artista frente a su actividad. Además, el arte, antes hablábamos de las palabras que han perdido su magia. Yo creo que la palabra «arte» también se ha vuelto sospechosa. Estoy pensando en un libro como El mapa y el territorio [2010], de Houellebecq. En él, lo que plantea es precisamente otra frontera que se derrumba. El mapa y el territorio empieza con una escena muy divertida en la que Jeff Koons y Damien Hirst están sentados en una sala y hay un artista que los está pintando, y la obra se titula: Jeff Koons y Damien Hirst se reparten el mundo del arte –del mismo modo en que Steve Jobs y Bill Gates se repartían el mundo de la tecnología–. Tengo la sospecha de que hay algo de eso, asumido, por el propio artista, como una actividad que solo busca ya epatar; la espectacularidad a cualquier precio, en muchos casos.

P.: En Homo Lubitz, quien también se hace dueño de este discurso es el propio Cronenberg, y Cronenberg para mí fluye por todo el libro: en la fascinación por los accidentes de O’Hara, por ejemplo. Quiero volver a Cronenberg un momento: ¿qué supone para ti? ¿Cómo lo definirías?

R.: Creo que es un cineasta que, moviéndose en el mainstream, en un lugar desde el que todo el mundo le está mirando; un cineasta que, moviéndose con grandes presupuestos, desde un sistema totalmente estatuido (no es un director alternativo, ya), no ha perdido el pulso de sus primeras películas, de mirar y de diagnosticar –volvemos a la idea del patólogo– las partes más perversas de… Yo, fíjate, a Cronenberg lo veo como un Buñuel puesto al día. Son este tipo de cineastas de lo incómodo, y luego, evidentemente, cada uno genera un lenguaje cinematográfico muy específico y muy identificable. Cronenberg, desde mi punto de vista, es un cineasta muy identificable. A mí me gusta mucho la frialdad de su cine. Es un tipo que es capaz de estar narrándote episodios de una intensidad brutal con una especie de apatía, pero una apatía buscada. Pienso en una película como Inseparables [1988], que es una película realmente desasosegante… 

P.: Desagradable...

R.: Muy desagradable, y sin embargo, al mismo tiempo, hay una especie de distancia. Me gusta mucho el trabajo con los actores de Cronenberg. Cronenberg, salvando las distancias, trabaja un poco como Kaurismäki con estos actores-palo que salen en sus películas. Los actores son muy poco emotivos. Piensa en James Spader en Crash, piensa en Robert Pattinson, que está espléndido en Cosmópolis. Hay una especie de…

P.: ¿De vacío?

R.: Efectivamente, de vacío dentro de ellos. James Woods en Videodrome [1983]… Me gusta mucho cómo trabaja Cronenberg en ángulos muy interesantes del ser humano contemporáneo. Por ejemplo, en el cuerpo. Cronenberg ha sido uno de los grandes cineastas del cuerpo. Esas películas sobre el asco que hacía al principio: Rabia [1977], Cromosoma 3 [1979], el mismo Almuerzo desnudo de Burroughs [novela: 1959; film: 1991], que es una película fundamentalmente sobre el asco, sobre la putrefacción, sobre la descomposición. Él ha mirado en lugares muy… Hay mil películas, por ejemplo, como Una historia de violencia. La hemos visto mil veces en el cine, la película de venganza…

P.: Sí, pero es totalmente diferente con Cronenberg.

R.: Por cómo la cuenta él, la convierte en otra cosa.

P.: Incluso en el cómic... Tú lees el cómic [John Wagner y Vincent Locke, 1997] y no llega a eso…

R.: La convierte en otra cosa, la convierte en un material completamente propio. Es un ejemplo de director que ha sabido moverse en la industria del cine. Ha sabido llegar a esta industria y mantenerse sin faltar a una especie de poética propia, que es, desde mi punto de vista, muy radical.

P.: [Miro mis notas]. Volviendo a Homo Lubitz, y a las relaciones de poder, ¿cómo ves que grandes corporaciones, como Google o Facebook puedan saber, puedan tener, puedan controlar tantos datos sobre nosotros y que, al mismo tiempo, puedan ser utilizadas para influir en unas elecciones?

R.: De algún modo, me lo esperaba. Me esperaba que algún día sucediera. Lo que me sorprende es la reacción, que desde mi punto de vista es hipócrita, por parte de la sociedad. Por parte de nosotros. Los usuarios de estas plataformas, que han participado en ellas con absoluta banalidad, con absoluta alegría y ligereza, de pronto se escandalizan (a mi parecer, de un modo tartufo, hipócrita), por que estas grandes corporaciones utilicen todo ese capital de información; es decir, de conocimiento.

P.: Información que les estamos dando nosotros de forma gratuita.

R.: Sí, y yo creo que todos hemos vivido esa conversación, en un grupo de personas: «Yo estoy, tú no estás. Venga, hombre, anímate y ven, forma parte de esta comunidad». Como si el hecho de no estar allí fuera extraño. De un modo muy inocente, todos nos hemos dejado poner el cascabel, y ahora de pronto queremos ser gatos enfadados.

P.: De hecho, yo te hago esta pregunta y utilizo Facebook, Gmail…

R.: Sí, y yo lo he hecho. Yo recuerdo cuando vi la película de Fincher, La red social [2010], que era muy poco complaciente con el personaje de Zuckerberg, y con los personajes que lo rodeaban. Era una película que tenía mucho de advertencia sobre lo que suponen estas nuevas formas de conexión contemporánea, que, en el fondo, seguramente lo que ilustran es también este vacío de las personas, que hemos renunciado a las relaciones humanas y nos hemos arrojado muchas veces en los brazos de relaciones que creemos reales y no lo son. El modo en que tú te relacionas con tus «amigos» en una plataforma como Facebook es… Yo estuve en Facebook, hace unos años, y pensaba: «Si todos estos amigos leyeran mis libros, tendría un sentido tener una comunidad en torno a “Ricardo Menéndez Salmón”, pero realmente con la gente que te vinculabas no había ninguna verdad”». Pocos, poquísimos. Y con esos pocos puedes encontrar otros canales para mantener el contacto.

P.: De Homo Lubitz, también me interesa mucho la figura del vampiro, que en la novela está encarnada por Control. Leí el personaje como alegoría de nuestra especie: aquí, desde hace dos o tres millones de años, y siempre renaciendo en nuestros hijos, generación tras generación, sin encontrar ese sentido vital. Y veo un poco a Control como ese ser humano, aun siendo un vampiro.

R.: Es una lectura muy plausible. Esa es una de las lecturas posibles sobre el mito del vampiro. Desde el momento en que una figura literaria, una figura de la tradición, una figura del folclore pone el asunto de la inmortalidad sobre la mesa, lo que pone sobre la mesa es también una pregunta sobre el sentido. Y todos los temores que van ligados a esa búsqueda de un sentido, que podemos suponer que en el caso de un inmortal tiene que ser mucho más atormentadora, además. Si en el caso de una experiencia ceñida al tiempo, como es la nuestra, puede ser terrible no encontrar sentido a nuestra vida, imaginemos qué sucedería en el caso de una vida que no se agotara nunca, pero que al mismo tiempo estuviera constreñida a durar y durar y durar. La duración por la duración sin un sentido, por ejemplo. Qué abismo, ¿no?

P.: Además, para quien no haya leído la novela, tú explicas que Control va como mudando, llega a una edad anciana y vuelve otra vez a ser niño. Pero en el tiempo de la novela, su evolución se detiene en la vejez, precisamente en este momento de la historia, casi como ese reloj de Watchmen [Alan Moore, 1985] que se queda a cinco minutos de las doce, del final.

R.: Sí, sí. Aquí también era un asunto de economía narrativa. Para urdir la historia que quería contar, la idea de que Control se hubiera fijado en una peripecia determinada tenía su interés porque me permitía hablar de una serie de asuntos. Pero en la novela sobrevuelan desde el principio estos dos grandes mitos: el mito fáustico, del conocimiento, del poder a través de la sabiduría; y este mito del vampiro, como entidad fuera del tiempo y a la vez sujeta a sus variaciones. Es muy fascinante.

P.: También puede verse al vampiro igualado al ser humano, los dos como entes casi parasitarios de la Tierra. Puede parecer muy rimbombante decirlo así, pero bueno, sí que somos un poco los «parásitos» de la Tierra: todo lo cogemos de los demás.

R.: Sí, es curioso porque el vampiro es un monstruo que ha sobrevivido a todas las modas y a todas las tecnologías. El vampiro es una cosa bastante arcaica, digamos, es un bicho que no necesita gadgets para sobrevivir. La fecundidad de ese mito te habla de que en su base hay grandes preguntas sobre la condición humana.

P.: A lo mejor, en el siglo XIX, comienza relacionado con esa figura del gran señor que tiene a su pueblo como súbdito, y ahora puede ser algo completamente distinto.

R.: Es que es muy curioso cómo ha evolucionado. Yo que he leído un libro sobre la época en que Stoker crea al «drácula» que más conocemos, las lecturas se hacen en clave de época. Es decir, en una época puritana como la victoriana, el Drácula de Stoker [1897] supone una especie de crítica larvada a una serie de estamentos que van desde la vida familiar a la vida política. Lo que pasa es que, por amplificación, uno descubre que el vampiro encaja en muchos anhelos del ser humano.

P.: [Asiento. Miro la hora: han pasado algo más de sesenta minutos]. Bueno, pues creo que ya está.

R.: Sí, creo que tienes material de sobra. [Ríe].

*[Parte de esta entrevista fue publicada en el fanzine Llueves en julio de 2018].

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Foto de Factory Magazine.

jueves, 26 de julio de 2018

Días perdidos

YouTube abierto en canal. Una sonrisa permanente en una máscara blanca, tres globos de colores, un traje de oro y plata. Play. El payaso camina de noche por el centro de Gijón, y lo que al inicio parece una broma ya no puede serlo cuando los cadáveres empiezan a brotar de varios puntos de la ciudad. A todos les falta una mano: es la marca del asesino. El primer cuerpo, hallado en la playa de San Lorenzo, rompe contra El Muro la calma de la ciudad: un lugar no-muerto, una suerte de limbo donde todo lo que debía pasar hace tiempo que ha acabado, donde los días se parecen como gotas de una lluvia constante y el equipo local asciende y desciende casi por costumbre —lejos del brillo de una época que solo vuelve a los ojos de los parroquianos cuando han bebido de más y se lanzan a recordar.

De estos y otros temas se compone Días perdidos, la última novela de David Barreiro (Gijón, 1977), que vuelve a exhibir su habilidad para manejar el humor negro y para crear personajes como el inspector Javier Castro: un hombre sin esquinas ni dobleces que, a diferencia de su antagonista, no tiene miedo de mostrarse como es en realidad. Acostumbrado a un trabajo policial que no va más allá de rellenar informes y formularios, el inspector Castro tendrá ahora que lidiar con un caso para el que no se ve preparado. Todo, sin borrarse de las actividades culturales que programa su mujer, de las visitas espaciadas de sus hijos y de las charlas de bar en torno a un Sporting venido a menos.

'Días perdidos', de David Barreiro.
Primera edición: junio de 2018.
Editorial Pez de Plata.

lunes, 16 de julio de 2018

Irse de casa

De origen pobre, Amparo Miranda ha ido quemando cada capítulo del «sueño americano» como si ella misma hubiese escrito el «Manual». Pero lo ha hecho casi sin querer, ajena al pulso del «cinemascope» y el «happy ending», como si se limitara a cumplir con un destino manifiesto: un camino limpio y llano exclusivo para ella (mientras, alrededor, todos se afanaban en desbrozar la senda sin llegar a conseguirlo nunca). Pasados los sesenta años de edad, y después de cuarenta viviendo en Nueva York, Amparo, la protagonista de Irse de casa (1998), se ha convertido en una conocida y reconocida modista con dos hijos mayores a quienes les cuesta abandonar su protección —y renunciar a las vistas de un apartamento frente al Chrysler.

Es aquí cuando Amparo, impulsada por un guion de cine escrito por su primer hijo, decide volver a la ciudad de provincias donde nació y se crió, empeñada en rellenar los huecos de su infancia y su adolescencia, grutas superpuestas y repletas de vacíos donde las paredes se achicaban y la verdad llegaba a medias o en voz baja. Pero la ciudad ha mudado de piel y Amparo es apenas reconocible, un misterio que camina sobre zapatos de lujo y recorre las calles como lo haría un antropólogo. Calles, casas donde nuevas historias nacen y se entrecruzan, habitando los espacios que antes pertenecían a Amparo, y estas historias se convierten en retales de un cajón de sastre con los que la modista, como un día aprendiera de su madre, irá remendando todo aquello que ya no puede arreglar.

Escrita por Carmen Martín Gaite dos años antes de su muerte, Irse de casa es una novela para leer con detenimiento, de las que se desmadejan con paciencia y sin prisa por llegar al desenlace. Sirviéndose de las imágenes del cine o los patrones del teatro, la autora teje una trama donde nada sobra, salpicándola de referencias a los cuentos clásicos. Lo hace a través de una mujer que vuelve a casa para reiniciar el relato que se narra a sí misma. Y es que, casi medio siglo después de irse, y a miles de kilómetros de distancia, Amparo Miranda se siente igual que al principio: sola en una habitación, incapaz de comunicarse.