lunes, 16 de julio de 2018

Irse de casa

De origen pobre, Amparo Miranda ha ido quemando cada capítulo del «sueño americano» como si ella misma hubiese escrito el «Manual». Pero lo ha hecho casi sin querer, ajena al pulso del «cinemascope» y el «happy ending», como si se limitara a cumplir con un destino manifiesto: un camino limpio y llano exclusivo para ella (mientras, alrededor, todos se afanaban en desbrozar la senda sin llegar a conseguirlo nunca). Pasados los sesenta años de edad, y después de cuarenta viviendo en Nueva York, Amparo, la protagonista de Irse de casa (1998), se ha convertido en una conocida y reconocida modista con dos hijos mayores a quienes les cuesta abandonar su protección —y renunciar a las vistas de un apartamento frente al Chrysler.

Es aquí cuando Amparo, impulsada por un guion de cine escrito por su primer hijo, decide volver a la ciudad de provincias donde nació y se crió, empeñada en rellenar los huecos de su infancia y su adolescencia, grutas superpuestas y repletas de vacíos donde las paredes se achicaban y la verdad llegaba a medias o en voz baja. Pero la ciudad ha mudado de piel y Amparo es apenas reconocible, un misterio que camina sobre zapatos de lujo y recorre las calles como lo haría un antropólogo. Calles, casas donde nuevas historias nacen y se entrecruzan, habitando los espacios que antes pertenecían a Amparo, y estas historias se convierten en retales de un cajón de sastre con los que la modista, como un día aprendiera de su madre, irá remendando todo aquello que ya no puede arreglar.

Escrita por Carmen Martín Gaite dos años antes de su muerte, Irse de casa es una novela para leer con detenimiento, de las que se desmadejan con paciencia y sin prisa por llegar al desenlace. Sirviéndose de las imágenes del cine o los patrones del teatro, la autora teje una trama donde nada sobra, salpicándola de referencias a los cuentos clásicos. Lo hace a través de una mujer que vuelve a casa para reiniciar el relato que se narra a sí misma. Y es que, casi medio siglo después de irse, y a miles de kilómetros de distancia, Amparo Miranda se siente igual que al principio: sola en una habitación, incapaz de comunicarse.

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